Por Lydia Cacho
20 de diciembre de 2010
[Reimpreso de El Universal]
El jueves recibí un mensaje telefónico: “Es 16 de diciembre, asesinaron a Marisela Escobedo, ¿ahora qué hacemos, Lydia?”. El shock fue inmenso; conocí a Marisela, una mujer admirable, como lo son las madres y hermanas de las mujeres que a lo largo de más de una década han dedicado su vida a esclarecer los crímenes que les arrebataron un ser amado.
El día que su hija Rubí, de 16 años, apareció muerta, Marisela y su familia supieron que el asesino era su novio, Sergio Rafael Barraza Bocanegra. Él mismo admitió haberla matado “por celos”. Desde entonces, Marisela dedicó sus días y noches, como la mejor criminóloga (que no era), a obtener evidencia; como el mejor ministerio público (que no era), a conseguir testigos y corroborar hechos. Como una fuerza de la naturaleza ante cada falla del sistema judicial, Marisela y sus abogadas tocaron puertas que nunca se abrieron. Y así, con la puerta cerrada como un símbolo de lo que le sucede a la sociedad mexicana, a Marisela un asesino le pegó tres balazos frente al Palacio de Gobierno. Dos días después, mientras el gobernador Duarte daba discursos vacuos de indignación, delincuentes incendiaron el negocio del esposo de Marisela y secuestraron al cuñado.
¿Cómo se atreven a asesinar a una reconocida defensora frente al Palacio de Gobierno donde hay cámaras? ¿Quién se atreve, en un caso tan sonado, a ir a por el esposo? Se atreven delincuentes comunes que hace tiempo entendieron que la ineficacia del Estado está siempre a su favor. Se atreve un hombre que fue dejado en libertad y que había amenazado de muerte a la madre de Rubí. Se atreve ese que sabía que ni siquiera había orden de aprehensión en su contra. Se atreven los que intuían que el gobernador estaría distraído hablando, en lugar de proteger de inmediato a la familia de Marisela.
Tal vez la gran tragedia para este país es que una buena parte de la sociedad civil: activistas y defensoras de los derechos humanos, trabajan creyendo que ésta es una labor de colaboración con el Estado, que a pesar de las críticas hay una coincidencia en la meta: un país mejor. Pero en realidad las grandes coincidencias las tienen los delincuentes y el crimen organizado con el Estado mexicano. Ellos saben que mientras la sangre corre por las calles, los políticos, entretenidos en sus juegos de dimes y diretes, tras la puerta cerrada, enviarán condolencias mediáticas o por Twitter. Mientras que los delincuentes consideran una amenaza a las defensoras de derechos humanos, pero no al Estado.
Las madres y los padres van dejando la vida por ir tras la memoria de sus muertas, van siguiendo las huellas de violadores, asesinos, sicarios, narcotraficantes, tratantes o policías que, previendo su impunidad, se atreven a exterminar a sus novias, esposas, amigas, empleadas, esclavas o desconocidas. Y las matan porque quieren y porque pueden hacerlo. Porque, durante décadas, el gobierno de Chihuahua y sus procuradores ignoraron la creciente violencia, se coludieron con los victimarios, tiraron a locas a las madres que gritaban por la vida de sus hijas, descalificaron y cerraron la puerta en las narices a las activistas de derechos humanos que exigían que el Estado hiciera su trabajo, que creara las condiciones para abatir la pobreza, para promover la educación, para crear una ciudad segura.
Hace 15 años que viajo a Chihuahua; he documentado la ignominia de los malos y el poder de la sociedad civil, marché cruzando el puente y los parques al lado de mujeres valientes como Marisela. Aprendí a seguir creyendo a pesar de todo; descubrí de lo que es capaz una madre cuando su hija ha desaparecido, y aprendí que todas somos un poco madres de todas las niñas mexicanas. Nunca, en toda mi vida, he visto a una comunidad tan capaz de sobrevivir al dolor, tan unida a pesar de sus diferencias, tan fuerte para no darse por vencida, como Chihuahua y su Ciudad Juárez. En esa tierra he conocido a las mujeres más valientes, a los hombres más solidarios, poetas y académicos, periodistas y obreros. Secando las lágrimas con periódicos, con las manos unidas, nadie se dará por vencido en Chihuahua, eso quedó claro durante el sepelio de Marisela. Más allá de la indignación, de la ira, de la desesperación de este caso, la pregunta es: ¿cuándo los gobernantes de México tendrán la valentía y fortaleza de estas mujeres?