Por Luis Hernández Navarro
La Jornada
13 de septiembre de 2013
Alberto Patishtán no es una secuestradora francesa como Florence Cassez, ni un narcotraficante como Rafael Caro Quintero, ni uno de los asesinos de la matanza de Acteal. Es un profesor toztzil, integrante de la otra campaña, injustamente preso desde hace 13 años. Ella, ellos y él no son lo mismo. A Cassez, Caro Quintero y los paramilitares de Chenalhó la justicia los dejó en libertad a pesar de ser culpables. Al maestro Patishtán el sistema de justicia lo tiene en la cárcel no obstante ser inocente.
El Poder Judicial tuvo estos días la posibilidad de enmendar el daño hecho con el indígena tzotzil del municipio de El Bosque. Pero este jueves el primer tribunal colegiado del vigésimo circuito con sede en Chiapas declaró infundadas las pruebas con las cuales sus abogados buscaban obtener su absolución.
Ignominia sobre oprobio, la Suprema Corte de Justicia de la Nación decidió ser cómplice de la injusticia y se lavó las manos. Apenas el pasado mes de marzo, su primera sala resolvió, por tres votos contra dos, no retener la competencia sobre el incidente de reconocimiento de inocencia del maestro. El proceso fue retornado al tribunal que declaró infundadas las pruebas a favor de Patishtán. En un país en donde la aplicación del derecho tiene tras de sí un fuerte sesgo político y en donde los jueces rara vez son independientes del Ejecutivo, la resolución de los magistrados del primer tribunal colegiado del vigésimo distrito, Freddy Gabriel Félix Fuentes, Manuel de Jesús González Suárez y Arturo Eduardo Centeno Garduño, sólo puede interpretarse como un mensaje de Estado. Un mensaje enviado tanto al mismo encarcelado como a quienes ven en él un emblema de la lucha contra la injusticia. El maestro es un rehén del poder.
Alberto Patishtán no es cualquier detenido: es el preso político de mayor notoriedad en el país. Es una figura emblemática del movimiento indígena, en que se resume la discriminación racial, el desaseo procesal y el uso faccioso de la justicia que privan hacia los pueblos originarios. Un símbolo de dignidad frente a los abusos del poder.
Literalmente, miles de voces dentro y fuera de México han exigido su liberación inmediata. El pueblo creyente, el EZLN, el movimiento indígena, la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), Amnistía Internacional y cientos de organismos defensores de derechos humanos e intelectuales públicos están convencidos de su inocencia y demandan su libertad. Es a ellos a quienes el Estado dijo su última palabra: sus razones no me importan; los escucho pero no les hago caso.
La historia es conocida. El 12 de julio de 2000, en el paraje Las Lagunas de Las Limas, Simojovel, fueron emboscados siete policías. Ese día y a esa hora, Patishtán estaba a muchos kilómetros de distancia de ese lugar. No importó. Igual lo responsabilizaron de los asesinatos. Fue sentenciado por los delitos de delincuencia organizada, homicidio calificado, portación de armas de uso exclusivo de las fuerzas armadas y lesiones calificadas. En su juicio no hubo traductores. Los testigos mintieron y no se presentaron evidencias sólidas de su culpa. A los jueces les tuvo sin cuidado. Él fue a parar a la cárcel.
En todo el país, los pueblos indígenas resisten la devastación ambiental y el despojo de sus tierras, territorios, aguas y semillas. Para enfrentar la inseguridad pública y defenderse han formado policías comunitarias. Mantener en prisión a Patishtán es un aviso del México de arriba de lo que les puede suceder si persisten con la obstinación con la que lo han hecho, en la defensa de sus recursos naturales y sus formas de ejercer justicia.
Cientos de miles de maestros exigen la derogación de las reformas laborales disfrazadas de educativas recientemente aprobadas por el Congreso. En sus movilizaciones y su pliego petitorio demandan que el profesor detenido, uno de los suyos, sea liberado. Negarle que salga de la cárcel es una advertencia de lo que les aguarda a ellos de no suspender sus acciones de desobediencia.
El zapatismo sigue empecinado en autogobernarse y conservar las armas, al margen de las instituciones gubernamentales. Sigue siendo una fuente de inspiración y ejemplo para muchas comunidades indígenas en el país. Tener tras las rejas al adherente de la otra campaña es un aviso de que la guerra contra los rebeldes del sureste mexicano no ha terminado.
En un país en el que el derecho se aplica regularmente contra la justicia, al Estado mexicano le tiene sin cuidado el que Alberto Patishtán sea inocente y el que su juicio esté lleno de irregularidades. No le incomoda el que su encarcelamiento sea un escándalo internacional. Quiere, simple y llanamente, mandar un mensaje para que quienes simpatizan con el profesor y su causa escarmienten. No lo logrará. Como lo hace Patishtán, los muchos que se solidarizan con él, resisten y seguirán resistiendo.